Eduardo L. Holmberg: Precursor de la literatura fantástica
Por Augusto Munaro
La imaginación ha sido quizás el componente más imprescindible en el proceso de la creación literaria. Pensamos en Don Quijote, esas aventuras extraordinarias que hilaron los días de aquel hidalgo de la Mancha, junto a su inseparable Sancho Panza.
Allí Cervantes nos induce a creer –lo testimonian cada una de sus páginas- que su capacidad inventiva desconocía los límites. Lo mismo nos asegura La divina comedia, donde Dante expone en su tríptico escatológico, las infinitas combinaciones del destino de las almas humanas.
Hacia fines del siglo XIX, lo soñado se materializaba a través de los adelantos de la ciencia. De este modo, la fantasía vivía su mayor momento de auge. En Inglaterra, un H. G. Welles de escasos treinta años, en un mismo lustro dió a la imprenta británica obras insignes como La máquina del tiempo, El hombre invisible y La guerra de los mundos. ¿Cómo se comprende este fenómeno sin precedentes? Corrían épocas de fé ciega hacia las ciencias y una sólida prosperidad económica dominaba el ambiente. Los cambios tecnológicos se desarrollaban a ritmo vertiginoso. El teléfono, la lúz eléctrica, el automóvil, facilitaban el modo de vida del hombre. Había un auge del cientificismo. Y esto se sentía en todos los ámbitos, inclusive en la literatura, especialmente en la fantástica.
En Argentina, aunque en menor escala, se vivían acontecimientos e intereses análogos. La “generación del 80”, con personalidades positivistas como Florentino Ameghino, Guillermo Rawson, José María Ramos Mejía y Francisco P. Moreno se adscribían a ese entusiasmo homogéneo, respaldado por una admiración hacia estas transformaciones. Eran épocas de expediciones, de exploración sistemática de la flora y fauna de la nación; de la fundación de la Sociedad Científica. Entonces, la Argentina era un proyecto factible.
No sorprende saber entonces, que el precursor de la literatura fantástica argentina haya sido el polifacético Eduardo L. Holmberg, un médico y naturalista, muy devoto del progreso de las ciencias y cultor de la minerología, botánica, zoología, frenología entre otras ramas del saber. Es decir, un hombre entregado –como sus colegas– al progreso humano. Dueño de una curiosidad y erudicción abrumadora, además de colaborar en la Academia Argentina de Ciencias y Letras, escribió más de 200 artículos, decenas de monografías –donde redacta sus viajes por el interior del país explorando cada una de las provincias-, y fue director del Jardín Zoológico de la ciudad de Buenos Aires. Además se destacó como traductor de Charles Dickens, H. G. Welles –su doble en muchos sentidos- y Sir Arthur Conan Doyle; además de enseñar ciencias naturales hasta los 75 años, en la Universidad de Buenos Aires.
Pero la faceta más atrayente–y quizás la menos valorada- es la de escritor de relatos fantásticos. Cuando el canon literario entre los años 1880 y 1900 se reducía al binomio “naturalismo vs. realismo costumbrista”, este ingenioso soñador logró combinar su conocimiento enciclopédico –ese bagaje mítico de exactitudes y clasificaciones- con su desbordada imaginación. De este complemento resultan sus relatos de corte fantástico y policial, que merecen comentarse.
Tras graduarse de médico –profesión que jamás ejerció- casi simultáneamente inicia sus creaciones literarias. Vale destacar “El viaje maravilloso del señor Nic-Nac” (1875), donde un viaje a Marte sirve a Holmberg como excusa –como alguna vez hizo Swift con Los viajes de Gulliver- para efectuar una crítica a la sociedad, sus instituciones y sobre todo la moral de la época. Le siguieron “La pipa de Hoffman”, “El ruiseñor y el artista”, ambas de 1876, y sus novelas El tipo más original (1878) y Filigranas de cera (1884).
En estas originalísimas narraciones imperan sus excéntricas tramas que invitan siempre a la lectura grata y amena. Anticonvencional, su estilo es ligero y desarticulado. Lejos de ser un consumado estilista, Holmberg evita los tecnicismos académicos aunque en más de una ocasión introduce en pasajes, explicaciones de problemas científicos que entorpecen un poco el ritmo de la historia. Estos defectos además de producir cierta rigidez, son propensos a las reiteraciones y diálogos monotemáticos. Escribió mucho. La mayoría de su ocurrente producción apareció en la prensa periódica antes de publicarlos como libros. En esos años, próximos a su etapa final, colaboró en La Nación, La Prensa, Tribuna, El Tiempo, La época, Caras y Caretas, Fray Mocho y La ondina del plata.
Puede decirse que su annus mirabilis –año de prodigios- debió ser 1896, pués redactó en esa época, dos entretenidas novelas policiales. Además de ser éstas las primeras de la historia nacional, tienen la particularidad de ser sus mejores creaciones. Ellas son La bolsa de huesos y La casa endiablada. Pero es en La bolsa de huesos, donde Holmberg articula una capacidad inusual al crear una obra curiosa, llena de suspenso e intriga.
Allí, el asesinato de dos jóvenes estudiantes de medicina –Mariano N. y Nicanor B.- es esclarecido tras una meticulosa investigación cuya solución ofrece el método lógico deductivo. Holmberg utiliza para resolver el crimen –como buen representante de la generación del 80- la ciencia de la deducción (Cap III p-191). El desenlace permite una explicación lógica.
La bolsa de huesos además de ser un buen ejemplo del género –donde se reconocen “influencias de Poe, Hoffman y Verne” como aseguró el crítico Adolfo Prieto-, ofrece un testimonio en desear jerarquizar el método científico. Por eso es indudable –más allá del interés literario que pueda suscitar la obra- el didactismo por parte del autor.
Eduardo L. Holmberg pudo gracias a su puñado de historias prodigiosas, y una docena de carismáticos personajes como el profesor Burbullus o los doctores Pineal y Tímpano, cruzar los siglos y aún hoy deslumbrar con su extraordinaria imaginación, producto de ingeniosas asociaciones científicas que lindan entre lo patológico y lo sobrenatural. Murió en 1937, a los 85 años, dejándo cinco obras inéditas: Hilda, El vampiro negro, El viaje por el método de Lituria, Puerilia y Olimpio Pitango de Monalia. Su hijo, el doctor Luis Holmberg editó en 1952: Holmberg, el último enciclopedista, acaso el más completo libro para descifrar al autor de los únicos cuentos fantásticos argentinos del siglo XIX.
La imaginación ha sido quizás el componente más imprescindible en el proceso de la creación literaria. Pensamos en Don Quijote, esas aventuras extraordinarias que hilaron los días de aquel hidalgo de la Mancha, junto a su inseparable Sancho Panza.
Allí Cervantes nos induce a creer –lo testimonian cada una de sus páginas- que su capacidad inventiva desconocía los límites. Lo mismo nos asegura La divina comedia, donde Dante expone en su tríptico escatológico, las infinitas combinaciones del destino de las almas humanas.
Hacia fines del siglo XIX, lo soñado se materializaba a través de los adelantos de la ciencia. De este modo, la fantasía vivía su mayor momento de auge. En Inglaterra, un H. G. Welles de escasos treinta años, en un mismo lustro dió a la imprenta británica obras insignes como La máquina del tiempo, El hombre invisible y La guerra de los mundos. ¿Cómo se comprende este fenómeno sin precedentes? Corrían épocas de fé ciega hacia las ciencias y una sólida prosperidad económica dominaba el ambiente. Los cambios tecnológicos se desarrollaban a ritmo vertiginoso. El teléfono, la lúz eléctrica, el automóvil, facilitaban el modo de vida del hombre. Había un auge del cientificismo. Y esto se sentía en todos los ámbitos, inclusive en la literatura, especialmente en la fantástica.
En Argentina, aunque en menor escala, se vivían acontecimientos e intereses análogos. La “generación del 80”, con personalidades positivistas como Florentino Ameghino, Guillermo Rawson, José María Ramos Mejía y Francisco P. Moreno se adscribían a ese entusiasmo homogéneo, respaldado por una admiración hacia estas transformaciones. Eran épocas de expediciones, de exploración sistemática de la flora y fauna de la nación; de la fundación de la Sociedad Científica. Entonces, la Argentina era un proyecto factible.
No sorprende saber entonces, que el precursor de la literatura fantástica argentina haya sido el polifacético Eduardo L. Holmberg, un médico y naturalista, muy devoto del progreso de las ciencias y cultor de la minerología, botánica, zoología, frenología entre otras ramas del saber. Es decir, un hombre entregado –como sus colegas– al progreso humano. Dueño de una curiosidad y erudicción abrumadora, además de colaborar en la Academia Argentina de Ciencias y Letras, escribió más de 200 artículos, decenas de monografías –donde redacta sus viajes por el interior del país explorando cada una de las provincias-, y fue director del Jardín Zoológico de la ciudad de Buenos Aires. Además se destacó como traductor de Charles Dickens, H. G. Welles –su doble en muchos sentidos- y Sir Arthur Conan Doyle; además de enseñar ciencias naturales hasta los 75 años, en la Universidad de Buenos Aires.
Pero la faceta más atrayente–y quizás la menos valorada- es la de escritor de relatos fantásticos. Cuando el canon literario entre los años 1880 y 1900 se reducía al binomio “naturalismo vs. realismo costumbrista”, este ingenioso soñador logró combinar su conocimiento enciclopédico –ese bagaje mítico de exactitudes y clasificaciones- con su desbordada imaginación. De este complemento resultan sus relatos de corte fantástico y policial, que merecen comentarse.
Tras graduarse de médico –profesión que jamás ejerció- casi simultáneamente inicia sus creaciones literarias. Vale destacar “El viaje maravilloso del señor Nic-Nac” (1875), donde un viaje a Marte sirve a Holmberg como excusa –como alguna vez hizo Swift con Los viajes de Gulliver- para efectuar una crítica a la sociedad, sus instituciones y sobre todo la moral de la época. Le siguieron “La pipa de Hoffman”, “El ruiseñor y el artista”, ambas de 1876, y sus novelas El tipo más original (1878) y Filigranas de cera (1884).
En estas originalísimas narraciones imperan sus excéntricas tramas que invitan siempre a la lectura grata y amena. Anticonvencional, su estilo es ligero y desarticulado. Lejos de ser un consumado estilista, Holmberg evita los tecnicismos académicos aunque en más de una ocasión introduce en pasajes, explicaciones de problemas científicos que entorpecen un poco el ritmo de la historia. Estos defectos además de producir cierta rigidez, son propensos a las reiteraciones y diálogos monotemáticos. Escribió mucho. La mayoría de su ocurrente producción apareció en la prensa periódica antes de publicarlos como libros. En esos años, próximos a su etapa final, colaboró en La Nación, La Prensa, Tribuna, El Tiempo, La época, Caras y Caretas, Fray Mocho y La ondina del plata.
Puede decirse que su annus mirabilis –año de prodigios- debió ser 1896, pués redactó en esa época, dos entretenidas novelas policiales. Además de ser éstas las primeras de la historia nacional, tienen la particularidad de ser sus mejores creaciones. Ellas son La bolsa de huesos y La casa endiablada. Pero es en La bolsa de huesos, donde Holmberg articula una capacidad inusual al crear una obra curiosa, llena de suspenso e intriga.
Allí, el asesinato de dos jóvenes estudiantes de medicina –Mariano N. y Nicanor B.- es esclarecido tras una meticulosa investigación cuya solución ofrece el método lógico deductivo. Holmberg utiliza para resolver el crimen –como buen representante de la generación del 80- la ciencia de la deducción (Cap III p-191). El desenlace permite una explicación lógica.
La bolsa de huesos además de ser un buen ejemplo del género –donde se reconocen “influencias de Poe, Hoffman y Verne” como aseguró el crítico Adolfo Prieto-, ofrece un testimonio en desear jerarquizar el método científico. Por eso es indudable –más allá del interés literario que pueda suscitar la obra- el didactismo por parte del autor.
Eduardo L. Holmberg pudo gracias a su puñado de historias prodigiosas, y una docena de carismáticos personajes como el profesor Burbullus o los doctores Pineal y Tímpano, cruzar los siglos y aún hoy deslumbrar con su extraordinaria imaginación, producto de ingeniosas asociaciones científicas que lindan entre lo patológico y lo sobrenatural. Murió en 1937, a los 85 años, dejándo cinco obras inéditas: Hilda, El vampiro negro, El viaje por el método de Lituria, Puerilia y Olimpio Pitango de Monalia. Su hijo, el doctor Luis Holmberg editó en 1952: Holmberg, el último enciclopedista, acaso el más completo libro para descifrar al autor de los únicos cuentos fantásticos argentinos del siglo XIX.
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